Hay derechos que no se pueden abolir. Entre ellos, el derecho a defender los derechos. Y no se los puede abrogar ya no sólo porque son derechos del pueblo: no se los puede anular porque son derechos de la civilización. No son las potestades de unas u otras facciones: son las garantías de todos. Y todos es, ciertamente, más que mayoría.
Para resguardar esos derechos que son de todos y todas está la Constitución. Y en el caso de la Argentina, además, para eso está la historia. La historia de la Carta Magna y la historia del país, porque en el origen de esta nación, ambas fueron una y la misma cosa. Y esta vez el asunto no refiere a Alberdi y su impronta en la Ley Fundamental de 1853, sino al acérrimo polemista del tucumano, Sarmiento, y a la enmienda de 1860, por la que Buenos Aires se integró definitivamente al naciente y consolidado país. Fue el sanjuanino quien advirtió que la Argentina debía fundarse sobre una declaración expresa de los derechos, y no sobre una declaración enumerativa de ellos. Porque esto último entrañaba el peligro de que alguien pretendiese que los derechos que no están expresamente consignados en la Constitución no tienen validez.
Esa lucidez quedó inmortalizada en el artículo 33 de la Carta Magna:
Las declaraciones, derechos y garantías que enumera la Constitución, no serán entendidos como negación de otros derechos y garantías no enumerados; pero que nacen del principio de la soberanía del pueblo y de la forma republicana de gobierno. Ahí, en esa línea, el futuro presidente de la Nación (1868-1874) uniría en sagrado matrimonio la democracia y la república. De esa clarividencia nació esta Nación.
Los contramayoritarios
De esa declaración constitucional nació, también, la garantía del amparo en este país. De aplicación contra el Estado en 1957, en el "Caso Siri", cuando clausuraron un diario de Mercedes y le impusieron consigna policial apenas reabrió. Basta que la Constitución se vea afectada para que la Justicia deba actuar para tutelar derechos, dirá la Corte. Y si no hay vía reglamentaria prevista no importa, porque la Carta Magna está por encima de los códigos procesales, y no al revés.
En 1958 el amparo se extiende contra los actos de los particulares, en el "Caso Kot", en el que resguarda el derecho a ejercer la industria lícita de un empresario al que le habían tomado la fábrica. Es obligación de la Justicia reparar derechos, dirá el superior tribunal, quien entonces puntualizará que su pronunciamiento se funda en el citado artículo 33 de la Ley Fundamental.
Es que para defender esa Constitución, y todos los derechos que ella consagra expresamente, está la Justicia. Y por eso mismo, el Poder Judicial es esencialmente contramayoritario: está para preservar de cualquier mayoría los límites que la Carta Magna marca al poder político. Porque toda mayoría es circunstancial. La historia se jubila enseñándolo. Las mayorías pasan, pero todos quedan.
Aquí, en este equilibrio, el de una democracia casada con una república y comprometida con la preservación de un poder contramayoritario independiente y de igual rango a los poderes políticos, se encuentra la alergia del populismo. Y aquí, en este país y en esta república, se encuentra también la estremecedoramente masiva movilización del jueves pasado, en la que centenares de miles de argentinos salieron a defender la Justicia de la reforma que impulsa el kirchnerismo. Marcharon con otras consignas también, es cierto. Pero claramente marcharon por la indepedencia de la Justicia. Marcharon contra la politización de los tribunales, que es lo que representa someter a elecciones generales a los miembros del Consejo de la Magistratura. Y marcharon contra las limitaciones a las cautelares (primas hermanas de los amparos en materia de tutela de derechos), que es igual a marchar en favor del derecho a defender los derechos de todos.
El que calla, confiesa
Claro que, para decirlo de una vez, hubo muchos impresentables subiéndose a la protesta. Pero impugnarla por unos cuantos es igual a impugnar a todo el kirchnerismo por sus Lázaro Báez, sus Leonardo Fariña, sus Federico Elaskar, sus Amado Boudou... Ni una injusticia, ni la otra.
Pero el oficialismo impugna ciegamente. El 18A fue tachado de "destituyente", aunque no tuvo clima de "que se vayan todos", sino de gobiernen con menos inflación, menos impuestazo, menos corrupción, menos estadísticas mentirosas, menos intolerancia.
Esa demonización maniquea entrampa al Gobierno: votar a libro cerrado y sin debate cambios tan profundos como dudosos en la Justicia es democrático; ejercer los derechos de reunión, movilización y petición a las autoridades es golpista. En esa reivindicación hipócrita de la democracia por parte del oficialismo, queda expuesto que el poder político no busca ninguna democratización de la Justicia, sino que fuerza un conflicto institucional sólo porque quiere desconocer los límites constitucionales.
El kirchnerismo quiere poder sin fronteras. Y eso se advierte hasta en los silencios de la iniciativa que promueve: le llama "reforma judicial", nada menos, pero no dice una palabra en materia de Justicia Penal. ¿No hay nada que hacer en esa materia, hoy, aquí? La inseguridad debe ser sensación de desestabilizadores.
La otra historia
Tan revelador como lo que calla es lo que esa mentada reforma dice. Porque la avanzada contra la Justicia, contraria a la Constitución y a la historia fundacional de la Argentina, si encuentra oprobiosos parangones en el pasado reciente. Porque hace medio siglo, después del "Caso Siri" y el "Caso Kot", hubo un gobierno que reglamentó la garantía del amparo y en especial las cautelares. Y que en ese acto dejó establecido que el efecto de esas medidas, que son la tutela anticipada y efectiva del derecho afectado, quedaba suspendido si el Estado las apelaba. Eso mismo que ahora quiere el kirchnerismo lo promulgó en 1966 la dictadura de Juan Carlos Onganía, mediante el decreto ley 16.986.
También la historia cercana tiene recuerdos frescos para la propuesta de que haya campaña electoral y comicios para integrar el Consejo de la Magistratura. Son bastante más cercanos que el onganiato: se refieren a la década de Carlos Menem. La reforma constitucional de 1994 llegó, justamente, durante la vigencia plena de los "jueces de la servilleta" de Carlos Corach.
Contra esa politización inmunda de la justicia se decidió dividir las aguas: se separó la selección de los jueces de su designación. El nombramiento seguiría siendo político: el titular del Ejecutivo decidiría a quién hacer juez, con acuerdo del Congreso. Pero lo haría de entre un grupo de profesionales que habrían superado instancias académicas de prueba y oposición. Ahora, respondiendo a una pauta de menemismo cultural indiscutible, el kirchnerismo quiere politizar el mecanismo de selección, para que todo el proceso se lleve a cabo en el mismo barro. Y como si no bastara, la "reforma judicial" sin capítulo penal le quita a la Corte las facultades de superintendencia del Poder Judicial y se las transfiere al politizado Consejo de la Magistratura. Es el sueño del populismo: controlar todo el acceso a la Justicia y, también, supervisarla por dentro.
La timba
El cuadro se pinta solo: el kirchnerismo quiere instalar la excepción plena para el Estado. O sea, la profundización de este Estado que vive en emergencia económica para pagar, pero no para cobrar, ni mucho menos para despilfarrar. La entronización de este Estado que abona las sentencias con papeles que luego declara en default. La consagración de un Estado que no quiere que la Justicia revise sus leyes. La eternización de un Estado que mantiene contra todos los privados la vigencia de cautelares de índole penal, como la prisión preventiva, pero que no admitirá cautelares de índole comercial en su contra. Con razón florecen los casinos por doquier: sólo los ludópatas pueden venir a invertir en esta timba de territorio sin seguridad jurídica.
¿Cuál democratización es esa en que el gobernado no puede defenderse del gobernante?
El brote
En definitiva, el kirchnerismo quiere abolir la declaración expresa de derechos y, en sentido contrario, fijar una declaración enumerativa: un detalle de en qué casos los argentinos tienen derecho a accionar contra abusos del Estado, y en cuáles no. Esa es la realidad que padecen los jubilados. Y que, de prosperar las propuestas K, recrudecerá.
Hoy, para reclamar actualizaciones de sus remuneraciones o el cálculo correcto de sus haberes, deben presentarse ante la sede de la Justicia Federal de su provincia. Si logran un fallo favorable, deben ir a una cámara única en lo previsional, que atiende los juicios de los jubilados de toda la Argentina, porque la Anses los lleva hasta la Corte: sólo busca ganar tiempo en las causas perdidas. Hasta ahora, después de esa segunda instancia les quedaba pleitear en el superior tribunal de la Nación. Pero el kirchnerismo quiere crearles otra instancia en medio: una Cámara de Casación en la Seguridad Social y lo Laboral. O sea, del embudo a un cuentagotas en el que se amontonarán, también, todas las causas laborales del país.
¿Cuál democratización es esa en la que el Gobierno especula con que los jubilados se mueran para no tener que pagarles? ¿Cuál democratización es esa en la que el Estado usa la plata aportada por los pasivos no para liquidarles mejores haberes sino para financiar Fútbol para Todos?
Florinda Leguizamón grita todos los miércoles, en la plaza Independencia, durante las marchas de los jubilados que claman por el 82% móvil que la Justicia dice que les corresponde, que cometen genocidio contra ellos.
La falacia del Gobierno es su proposición de que para que haya más democracia debe haber menos república. Porque cuando hay menos república el único resultado posible es menos democracia. El jueves lo dijeron miles y miles de argentinos en las plazas de la Argentina. Porque la demanda de menos corrupción y más justicia no es otra cosa más que el reclamo de una república.
Si siguen sin escuchar, el inconsciente colectivo y su cuerpo social seguirá erupcionando con brotes masivos.